Había corrido hasta su habitación como si le fuera la vida en ello en cuanto pronuncié un «sí» inseguro, pero honesto.
Posiblemente el más honesto de toda mi vida.
Tardó en volver menos de un minuto. Creo que lo hizo para que no me diera tiempo a arrepentirme de esa loca decisión a la que ni sé cómo habíamos llegado; y es que, siendo sincera, en ese escaso lapso temporal fui capaz de enumerar en mi cabeza treinta y siete razones que me decían que aquello estaba mal.
Sin embargo, había solo una que me decía que era una buena idea; el hecho de que de verdad me apetecía hacerlo.
Apagó la luz y encendió una pequeña lámpara que estaba sobre un aparador y que yo usaba para leer. La enfocó hacia mí, pero sin darme de pleno, lo que hacía que una penumbra muy cálida nos envolviera. Encendió su iPod, buscando unos segundos hasta dar con algo que le pareció perfecto por el modo en el que asintió para sí, y lo dejó sobre la mesa; me sorprendió que empezase a sonar música clásica, un concierto de piano.
Yo temblé.
Odiaba las fotos. Odiaba sentirme observada y ser el centro de atención. Odiaba ponerme delante de una cámara. Y allí estaba. Con ropa de estar en casa, sin peinar e intentando no parecer un palo de escoba de lo rígida que me encontraba para que Bruno lo inmortalizase.
¿Por qué? No lo sabía, creo que ni ahora lo sé con seguridad.